Roth Leland, Entender la arquitectura, sus elementos, historia y significado, GG, Barcelona, 1999 pags. 1-5
La arquitectura es el arte inevitable. Despiertos o dormidos, durante las 24 horas del día estamos en edificios, en tomo a edificios, en los espacios definidos por ellos o en paisajes o ambientes creados por la mano del hombre. De quererlo así, nos resultaría fácil evitar deliberadamente la visión de pinturas, esculturas, dibujos o cualquier otro producto de las artes visuales, pero la arquitectura nos afecta constantemente, configura nuestra conducta y condiciona nuestro estado de ánimo psicológico. Los ciegos no pueden ver cuadros y los sordos no pueden escuchar música, pero ambos están obligados a tener trato con la arquitectura, como todos los demás seres humanos. La arquitectura, más que limitarse a ser un mero cobijo o paraguas protector, es también la crónica física de las actividades y aspiraciones humanas. Es nuestro patrimonio cultural.
El arquitecto Louis Kahn escribió que "la arquitectura es lo que la naturaleza no puede hacer". El hombre pertenece a la categoría de animales que construyen, y realmente algunas de las estructuras construidas por pájaros, abejas o termitas, por nombrar sólo algunos, son, por su economía estructural, como obras de la ingeniería humana. En Suramérica existe un petirrojo que construye unos nidos de dos cámaras, comunicadas entre sí mediante un túnel colgante; el conjunto tiene la forma de unas pesas de barra, de las que se usan para hacer gimnasia. Ciertas termitas ciegas construyen unos atrevidos arcos de barro, empezando por los arranques y remontándose hasta que se encuentran en un punto en el aire. Algunos moluscos, como el nautilo, construyen sus moradas en torno a sí mismos, creando una cáscara dura de carbonato de calcio.
El caparazón del nautilo es útil como metáfora para el entorno edificado del hombre. Conforme el nautilo crece, va añadiendo una nueva y más amplia cámara a su cáscara curva, quedando la cámara desocupada llena de gas nitrógeno, lo que le sirve para aumentar la flotabilidad de la masa añadida; las partes más antiguas de la cáscara permanecen, sin embargo, como un registro de la historia del animal. La arquitectura es como la cáscara del nautilo de la especie humana; es el entorno que construimos para nosotros mismos y que, a medida que vamos adquiriendo experiencia y conocimientos, cambiamos y adaptamos a nuestro nuevo ámbito expandido. Si queremos conservar nuestra identidad, debemos tener la precaución de no eliminar la cáscara de nuestro pasado, ya que es como la crónica física de nuestras aspiraciones y nuestros logros.
El arquitecto Louis Kahn escribió que "la arquitectura es lo que la naturaleza no puede hacer". El hombre pertenece a la categoría de animales que construyen, y realmente algunas de las estructuras construidas por pájaros, abejas o termitas, por nombrar sólo algunos, son, por su economía estructural, como obras de la ingeniería humana. En Suramérica existe un petirrojo que construye unos nidos de dos cámaras, comunicadas entre sí mediante un túnel colgante; el conjunto tiene la forma de unas pesas de barra, de las que se usan para hacer gimnasia. Ciertas termitas ciegas construyen unos atrevidos arcos de barro, empezando por los arranques y remontándose hasta que se encuentran en un punto en el aire. Algunos moluscos, como el nautilo, construyen sus moradas en torno a sí mismos, creando una cáscara dura de carbonato de calcio.
El caparazón del nautilo es útil como metáfora para el entorno edificado del hombre. Conforme el nautilo crece, va añadiendo una nueva y más amplia cámara a su cáscara curva, quedando la cámara desocupada llena de gas nitrógeno, lo que le sirve para aumentar la flotabilidad de la masa añadida; las partes más antiguas de la cáscara permanecen, sin embargo, como un registro de la historia del animal. La arquitectura es como la cáscara del nautilo de la especie humana; es el entorno que construimos para nosotros mismos y que, a medida que vamos adquiriendo experiencia y conocimientos, cambiamos y adaptamos a nuestro nuevo ámbito expandido. Si queremos conservar nuestra identidad, debemos tener la precaución de no eliminar la cáscara de nuestro pasado, ya que es como la crónica física de nuestras aspiraciones y nuestros logros.
En tiempos no muy lejanos era frecuente pensar que la arquitectura consistía únicamente en los edificios considerados como importantes, es decir en los grandes edificios para la Iglesia y el Estado, que precisaban del dispendio de muchas energías y grandes sumas de dinero. Tal vez la causa de esto haya que atribuirla a que, en el pasado, las historias de la arquitectura fueron escritas principalmente por arquitectos, espléndidos mecenas o cronistas de la corte que querían agudizar la distinción entre sus propias obras y la masa circundante de los edificios populares. Nikolaus Pevsner, en su compacta obra Breve historia de la arquitectura europea, publicada por primera vez en 1943, empezaba por hacer la siguiente distinción:
"un cobertizo para una bicicleta es un edificio; la catedral de Lincoln es una obra de arquitectura"La sabiduría popular a menudo establece la misma distinción, como demuestra la anécdota, ya tópica, de aquel fabricante de estructuras metálicas que ofrecía al cliente un amplio abanico de adornos para las puertas: estilo colonial, mediterráneo, clásico, etc. Tras un temporal de viento que produjo daños en varias de sus estructuras, el representante de la fábrica se tomó la molestia de telefonear a sus clientes para indagar cómo se habían comportado sus estructuras ante el temporal. Uno de ellos, cuya puerta de estilo colonial había sido arrancada por el viento, mientras el resto del granero permanecía en pie, le contestó: "El edificio ha resistido bien, pero la arquitectura ha volado".
De hecho, si tuviéramos que estudiar la arquitectura de las catedrales de Lincoln o de Notre-Dame de Amiens, o cualquier otra, sin tener en cuenta los edificios -es decir, todas las casas humildes que conformaban la ciudad en torno a aquéllas-, llegaríamos a una idea errónea de la posición que ocupaba la Iglesia en el contexto cultural y social de la edad media. Es preciso examinar ambas cosas; es decir, la catedral y las casas corrientes que la rodean, porque la arquitectura medieval está constituida por todos los edificios como conjunto. Análogamente, si queremos comprender la totalidad de la arquitectura de la ciudad contemporánea, tendremos quarconsiderar todos sus elementos componentes. Por ejemplo, para aprehender la ciudad de Eugene (Oregón), necesitaremos estudiar los cobertizos para bicicletas que están integrados como parte del sistema de transporte ; en ellos, los ciclistas dejan sus bicicletas atadas bajo techo y toman un transporte público motorizado. Los cobertizos para bicicletas son parte de la política ecológica municipal, que se esfuerza en mejorar el medio ambiente fomentando el uso de medios alternativos al transporte en coche particular.
La enfática distinción que hace Pevsner entre arquitectura y edificio es comprensible dada la concisión de su compacto libro, pues ello le permitió tratar mejor el amplio material que tenía que manejar. El punto de vista de Pevsner es consecuencia de la extendida influencia del crítico del siglo xix John Ruskin, quien hizo la misma distinción en la segunda frase de su libro Las siete lámparas de la arquitectura (Londres, 1849). El libro empezaba así: "Al comienzo de cualquier investigación, es sumamente necesario distinguir cuidadosamente entre arquitectura y edificio". Ruskin quería fijar su atención en los edificios religiosos y públicos, pero también reconocía que la arquitectura era un artefacto cultural sumamente informativo. En otro de sus escritos, el prefacio de S/. Mark 's Rest (Londres, 1877), advertía: "las grandes naciones escriben sus autobiografías en tres manuscritos: el libro de sus hazañas, el libro de sus palabras y el libro de su arte. Ninguno de esos libros puede ser interpretado por sí solo a menos que se lean los otros dos; pero de los tres, el único medianamente fiable es el último". Como el propio Ruskin reconocía, para abordar el conocimiento de la arquitectura del pasado, de cualquier periodo o cultura anterior al nuestro, tenemos que empaparnos de la historia y la literatura de ese periodo, que son como la crónica de sus actos y de su pensamiento, antes de poder comprender en toda su integridad el mensaje que transmite la arquitectura. Por lo tanto, la arquitectura es como la historia y la literatura escritas, un recuerdo de la gente que las produjo y, en buena medida, puede ser leída de la misma forma. La arquitectura es un modo de comunicación no verbal, una crónica muda de la cultura que la produjo.
Ese concepto -el de la totalidad del entorno construido entendido como arquitectura y el del entorno como una forma de diálogo con el pasado y el futuro- es el que subyace en este libro. La arquitectura se interpreta aquí como la globalidad del entorno construido por el ser humano, incluyendo los edificios, espacios urbanos y paisajes. Y, dado que en un libro de este tamaño no es posible examinar detalladamente todos los tipos de edificio de todas las épocas, el lector debe tener siempre presente la idea de que lo que constituye la arquitectura de cualquier periodo es el espectro global de su edificación, y no unos pocos edificios señalados.
A diferencia de otras criaturas que construyen, el ser humano piensa mientras construye, razón por la cual la edificación humana es un acto consciente, un acto que engloba innumerables decisiones y alternativas. Este hecho es el que distingue las construcciones humanas de los nidos de los pájaros y las celdas de las abejas, que son construidos como resultado de una programación genética. Los seres humanos construyen para satisfacer una necesidad, pero, aún así, sus obras expresan sentimientos y valores; expresan en madera, piedra, metal, yeso y plástico lo que consideran vital e importante, ya sea un cobertizo para bicicletas o una catedral. Esto puede adoptar la forma de un mensaje claramente entendido y deliberadamente incorporado por el cliente y el arquitecto, o puede ser una afirmación inconsciente o subconsciente, descifrable más tarde por el observador. De ahí que el edificio del Capitolio, en Washington DC, tenga tantas cosas que comunicarnos acerca del simbolismo del gobierno republicano de Estados Unidos en el siglo xix como las pueda tener el Empire State de Nueva York acerca del capitalismo y el precio del suelo urbano en el siglo xx. Análogamente, el Big Donut Shop, construido en 1954 en Los Ángeles por Henry J. Goodwin , tiene tanta importancia como artefacto cultural que como arquitectura, pues es un reflejo del amor de los norteamericanos por el automóvil y de su deseo de una gratificación alimentaria instantánea.
La arquitectura es el arte inevitable. Estamos en continuo contacto con ella, a menos que nos vayamos al bosque o al desierto; es una forma de arte en la que habitamos. Tal vez sea esta familiaridad la que nos hace verla sólo como un agente utilitario, simplemente como la más grande de nuestras contribuciones técnicas, a la que no prestamos más atención que la que dedicamos a cual- quíer aparato de uso cotidiano. Y, a pesar de ello, a diferencia de otras artes, la arquitectura tiene el poder de condicionar y afectar al comportamiento humano; el color de las paredes de una habitación, por ejemplo, puede influir en nuestro estado de ánimo. La arquitectura actúa sobre nosotros creando un sentido de temor reverente cuando paseamos entre las gigantescas columnas pétreas de la sala hipóstil del templo egipcio de Karnak;
o arrastrándonos, como por la fuerza de la gravedad, hacia el centro del vasto espacio cubierto por la cúpula del Panteón, en Roma; o haciéndonos sentir el flujo del espacio y el enraizamiento en la tierra de la casa de la Cascada, de Frank Lloyd Wright.
Qué duda cabe que una parte de nuestra experiencia de la arquitectura está basada, fundamentalmente, en nuestro disfrute de esas respuestas psicológicas -que el ar-• quitecto experto sabe cómo manipular para obtener el máximo efecto-, pero la experiencia más completa de la arquitectura la adquirimos si ampliamos nuestros conocimientos sobre un edificio, su estructura, su historia y su significado, contribuyendo, a la vez, a aminorar nuestros prejuicios y nuestra ignorancia.
También conviene recordar que la arquitectura, además de proporcionarnos cobijo, es una representación simbólica. Como escribiera sir Herbert Read, el arte es "una forma de discurso simbólico, y donde no hay símbolo ni, por lo tanto, discurso, no hay arte". Este contenido simbólico se percibe con mayor facilidad en los edificios religiosos y públicos, en los que el objetivo principal es hacer una proclamación clara y enfática de los valores y creencias de la comunidad. Cuando un edificio nos parece raro, suele ser porque el símbolo que representa no pertenece a nuestro vocabulario cotidiano. A los norteamericanos, que carecen de un legado arquitectónico gótico, la construcción del Parlamento de Londres en estilo medieval en pleno siglo xix puede parecerles a primera vista anacrónica. Pero resulta más comprensible si recordamos que este edificio debía incorporarse al conjunto de edificios góticos "auténticos" que subsistieron al incendio que motivó su construcción, y que, para el inglés del siglo xix, la arquitectura gótica era inherentemente inglesa y, por lo tanto, tenía una conexión de siglos con el gobierno parlamentario. Para muchos ingleses de la época, el gótico era el único estilo apropiado.
La arquitectura es la ciencia y el arte de la construcción. Para entender más claramente el arte de la arquitectura y su discurso simbólico es preciso comprender primero la ciencia de la construcción arquitectónica. Por consiguiente, en los próximos capítulos de la primera parte se explorarán los pragmáticos temas de la función, la estructura y el proyecto. Después, en la segunda parte, se abordará el simbolismo de la arquitectura como medio de comunicación no verbal.